martes, 15 de julio de 2008

N°2

No sé si es que los viernes me levanto con mejor humor que otros días pero salí de casa con un ruido en la panza. Quizás era que desayuné con coca cola. El comienzo fue tranquilo, solamente un puñado de gente somnolienta que iba a sus trabajos, o estudiar. Porque a menos que sea por una causa noble (como un título o un sueldo) uno no se sube a un colectivo repleto en Buenos Aires a las ocho de la mañana sabiendo que va a viajar ensardinado. Sí, se que viajan ensardinados ¿Pero que quieren? ¿Que les haga upa? Si freno y sube gente, porque freno y si no freno, porque no freno. Haganse ver, de verdad. Tres puteadas y ningún "Buen día" al subir más tarde mi mañana cambió por completo: Subio Marcela.
Se ubicó como pudo, me saludó con un beso en el cachete y yo casi pierdo los estribos. O el volante. Otra puteada por frenar de golpe por parte de un oficinista mal atendido. Poco me importa, es una sana costumbre que habría que erradicar.
Charlamos de la rotura de su auto, lo que la llevó a usar el colectivo, conversamos un rato acerca de nuestras hijas, que se llevan barbaro y pasan mucho tiempo juntas. También comentamos lo rápido que crecen los niños y lo duro que es a veces ser padre soltero, trabajador y alumno a distancia.
Pero hay algo que me hace titubear y de repente la imagen de la ciudad se disuelve y solo me veo con ella, tomado de la mano. Capaz caminando del brazo, capaz mirando el agua mientras paseamos por el Tigre o tomamos mates con bizcochitos en algún parque. Marcela se peina un rulo con su dedo indice y a mí se cae el mundo. A Marcela la amo en secreto desde hace un tiempo, cuando descubrí que podría volver a ser feliz. Bajé la vista y noté la aureola oscura bajo mi axila y reparé que con el apuro al salir de casa me olvidé de ponerme desodorante, o perfume. O ambos. Y yo que estoy cual Boy Scout siempre listo para la acción, para el encuentro que nunca sucede. Y cuando se da, ley de Murphy mediante, me agarra desprevenido. Y yo que cuando la tengo cerca transpiro lo suficiente como para calmar la sed de un perdido en el desierto. Y ella que me mira con dulzura. Y yo que cuando la tengo cerca pierdo el aliento y se me nubla la vista. Y ella que no me regaña aunque me haya olvidado de frenar cuando hay gente que quiere bajar. (Me olvidé de frenar, disculpen) Y ella está hermosa como siempre. Ella está hermosa como nunca.